Un hombre podría escuchar que hablar en público o levantar la mano en una reunión es siempre —por más que los años pasen y la experiencia crezca— algo así como un salto al vacío. No solo no estamos seguras de ir a hacerlo bien, sino que estamos casi seguras de que saldrá mal. Aunque haya salido bien 100 veces, lo pensaremos la 101. Un hombre podría escucharlo y pensar a ver, yo también me pongo nervioso al hablar en público. Yo tampoco me atreví a decirle a mi jefe lo que pensaba del proyecto. Pero no es lo mismo y la periodista y escritora Emma Vallespinós ha escrito un libro que lo explica.
No lo haré bien: Cómo aprendimos las mujeres a no confiar en nosotras mismas retrata esa inseguridad, el pánico a alzar la voz, y lo pone en contexto. Lo sitúa en la Historia, entre la Historia, para hacernos ver que lo que llamamos síndrome de la impostora no es algo generacional, simples nervios de camerino o lo mismo que el síndrome del impostor: es el resultado de cientos de años de relegarnos a un papel, de ceñirnos a un molde. «Nos ha pertenecido una porción muy pequeña de mundo durante mucho tiempo», escribe. «El discurso público y la oratoria han sido habilidades exclusivas de los hombres». La iglesia Católica y las mujeres como enemigo del celibato o la Revolución Francesa, que pedía libertad, igualdad y fraternidad, pero solo para los hombres, son algunos ejemplos.
No solo hemos tenido un papel secundario al ‘hacer historia’, también al contarla. El estudio de la Prehistoria está sesgado porque, como explica en el libro, «hasta la Primera Guerra Mundial, no hubo ninguna prehistoriadora y hasta los años cincuenta del siglo pasado, la arqueología contaba con muy pocas investigadoras. La mujer prehistórica no aparece como tema hasta principios de este siglo». Sucedió lo mismo con la historia del Arte, de la Literatura, de la Música. Por eso todavía sigue siendo un tema el recuperar la obra de una artista que estaba ahí, que pertenecía al mismo grupo de los otros cuyos nombres conocemos desde el colegio, pero nunca habíamos oído hablar de ella. «En 2015, la investigadora de la Universidad de Valencia Ana López-Navajas presentó su tesis doctoral en la que comprobaba cuáles son los referentes culturales que transmiten los libros de texto de la ESO. Las mujeres solo aparecen en los textos en un 7,5% de ocasiones respecto a los hombres», escribe la autora.
¿Por qué el síndrome de la impostora no es lo mismo que el síndrome del impostor?
En un momento dado nos dimos cuenta y reclamamos este espacio, luchamos por salir de los moldes y entramos donde antes estaba prohibido, pero el hecho de que sea una lucha y nunca un derecho incuestionable hace que estemos, pero no cómodas. Hace que nos sintamos, eso, unas impostoras ahí afuera, en un mundo masculino, igual que Ken se sentía impostor, silenciado, relegado, en Barbieland. «Los expertos coinciden en que, si un hombre padece el síndrome del impostor, se trata más de un rasgo individual, de personalidad, mientras que en las mujeres es algo más enraizado y generalizado. En ellos se alarga menos en el tiempo y tiene menos intensidad», cuenta Vallespinós en una videollamada. «A diferencia de ellos, es algo que tenemos en común mujeres de personalidades muy distintas, y ¿qué es lo que nos une a todas? el patriarcado, y cómo nos han enseñado desde muy pequeñas cuál era nuestro lugar y cuál no, y nos ha quitado los referentes que necesitábamos», añade.
Además de con papeles secundarios e historias omitidas, el síndrome de la impostora gesta desde siempre a través de los roles de género. «Creo que esa seguridad en sí mismos les viene de serie a los hombres porque el mundo espera de ellos a lo que ellos aspiran, y eso es como un día soleado. Sin embargo, en nuestro caso, nosotras aspiramos y el mundo pone en duda; tenemos que demostrar», apunta.
Para ellos triunfar es natural, y nosotras intentamos que lo fuese también. Así es como nació la Girlboss, ese ideal de chica que se hizo tan popular entre 2015 y 2020, asociado a mujeres que lideraban empresas –en su mayoría del sector tecnológico– y podían hacer eso y todo lo demás: estar guapas, cuidar de sus hijos, tener relaciones de pareja sanas, amigos, hobbies. Algo que –ahora lo sabemos– no acabó de funcionar porque en lugar de darnos alas para triunfar, nos puso piedras en el carro, piedras de ansiedad porque ahora las expectativas eran tan altas que seguro no llegaríamos. «El creer que puedes llegar a todo y ser perfecta crea frustración. Es algo con lo que nos han engañado. Me gusta mucho es frase de ‘quiero la seguridad de un hombre heterosexual mediocre’ porque nosotras la mediocridad ni nos la planteamos, tenemos un nivel de exigencia que nos hace decir bueno, si voy a hacerlo mal no lo hago. Y ellos no sienten esa presión, se permiten probar a ver qué pasa. Nosotras necesitamos la preparación, el control, la necesidad de no hacer el ridículo. Cualquier mínimo fallo menoscaba la seguridad», explica Vallespinós.
¿Cómo acabar con el síndrome de la impostora?
Veo muchos artículos que aconsejan fórmulas para superar el síndrome de la impostora, pero leer a Vallespinós nos deja ante una verdad implacable: no es solo cosa nuestra, no puede serlo. La solución no está solo en nuestras manos. ¿Cómo iba a estarlo? ¿Cómo íbamos a luchar solas para acabar con algo tan estructural, que lleva siglos construyéndose? La única forma de que desaparezca es crear el ambiente adecuado para que nos sintamos seguras al alzar la voz. La única forma de dejar de sentirnos impostoras es dejar de serlo, de ser tratadas como tal. «Necesitamos a los hombres para superar todas las desigualdades e injusticias que hay, y la forma de hacerlo es la educación.
Nosotras vamos a luchar muchísimo y a resultar muy incómodas, pero los necesitamos al lado, que entiendan lo que estamos reclamando, que tengan empatía, que puedan mirar el mundo desde nuestros ojos». Algo que, para Vallespinós, tiene traducción en la práctica: «No pueden seguir viéndonos como invitadas, como esa cosa que hay que aguantar, una moda. Lo que le pasó a la ministra Morán es un claro ejemplo de cómo una habitación puede volverse hostil para una mujer a través de una puesta de escena sutil, pero que hace sentir pequeña, casi estúpida. Esa hostilidad se puede manifestar de muchas formas: interrupciones, condescendencia, paternalismo». Algo en lo que, apunta, tiene un papel clave la educación: «Yo tengo un hijo y una hija y me doy cuenta de que nos esforzamos mucho en educarlas a ellas, en advertirlas, darles un manual de supervivencia de cómo es la vida cuando eres mujer, cómo tienen que protegerse y al final he visto que donde tenemos que esforzarnos más es en la educación de ellos, de los niños».
Escribe sobre psicología, vida laboral y relaciones emocionales. Escribe, como decía Joan Didion, para entender el mundo. Estudió Periodismo y Comunicación Digital en el CEU San Pablo y Comunicación Estratégica en la Universidad de Columbia. Empezó su carrera en el diario digital The Objective. Ahora escribe en ELLE y S Moda, y también ayuda a marcas a contar su historia. Vive como escribe: en un intento constante por descubrir qué significa ser mujer adulta y feminista en el presente. Para ello, se sirve de las voces de mujeres que se plantearon esa cuestión mucho antes que ella. Le gustaría que todas las comedias románticas fuesen como La peor persona del mundo.