Todo lo que voy a explicar a continuación –como tantas otras cosas– puede aprenderse con Las chicas Gilmore, pero conviene recordarlo. Además de madre e hija, Lorelai y Rory eran mejores amigas. Tenían sus rituales, sus bromas compartidas, sus confidencias. En ocasiones daba un poco de grima, pero el caso es que sabían llevar la relación más allá del parentesco. Supongo que es más fácil cuando la diferencia de edad son apenas 20 años.

Su casuística hoy no es muy frecuente –en España, las mujeres tienen hijos, de media, a los 33 años–, pero tenemos otra a nuestro favor: el salto generacional entre quienes ahora son madres y sus hijas es mucho menos pronunciado que el que hubo entre ellas y sus madres décadas atrás. El estilo de vida, las formas de ocio, los valores no difieren mucho llegada cierta edad. El abismo que separaba mi vida y la de mi madre mengua con los años. Ya no es un abismo, como mucho un pequeño salto. Sospecho que no soy la única a la que le pasa esto. Cada vez más amigas me cuentan que han quedado con su madre y otras amigas –y sus madres, también– para conocer ese nuevo restaurante, hacer una escapada de fin de semana, ver una buena película, una exposición.

Un plan en el que las generaciones se mezclan y buscan con intención puntos de contacto es enriquecedor para todas las partes por muchos motivos. El primero: aporta perspectiva, algo de lo que nunca tendremos demasiado. «A la parte más joven le ayuda a relativizar, a ver la vida desde un lugar más sereno, menos impulsivo», explica Mireia Cabero, psicóloga, profesora de Estudios de Psicología y Ciencias de la Educación en la UOC y directora de Cultura Emocional Pública. A mirar por un ratito hacia la base de la colina a través de quien ya ha completado tramos trabajosos de la subida. «A la parte más mayor, le ayuda a estar en contacto con ese estado más alegre, más emocional e idealista. Es una oportunidad para recordar quienes eran, esa lucha por los ideales de la juventud», apunta Cabero.

Sobre esto último diréis qué peligro, ¿no? Todo eso de las oportunidades perdidas. Como casi siempre, la moneda tiene otra cara. Si este sentimiento agridulce se acoge con sinceridad, puede revertirse en una fuente de inspiración. «Hay una parte irresoluble, pero identificar el problema puede llevar a dar un paso al frente, a refrescar la vista y mirar hacia los años que quedan desde esta consciencia de querer aprovecharlos y quizás cambiar algo», explica Cabero. «La mente de los jóvenes funciona con más simplicidad generalmente, y trasladar esta dosis de ‘yo en esta vida no pongo ningún límite’ es inspirador», añade.

La magia sucede cuando conseguimos olvidar los roles, las relaciones de poder que mueven inevitablemente los hilos familiares. Dejarlos de lado por un rato, al menos. «No es fácil, porque requiere que momentáneamente ambas se reconozcan como mujeres», explica Cabero. «Que la madre reconozca a su hija como una persona independiente, una mujer que se está construyendo; y la hija, a su madre como una mujer que ha tenido ya una trayectoria amplia y que en algún momento tuvo su edad y sus miedos, y todavía ahora sigue librando sus propias batallas».

Para la también psicóloga Arancha García, el tipo de plan escogido puede contribuir a que esto suceda. «Una actividad alejada de lo doméstico, de los roles habituales. Una escape room, una partida de bolos, un curso de buceo, una carrera de karting… un lugar que nos saque de quienes somos en el día a día», propone. Un punto en el que coincide Mireia Cabero, que aconseja que el plan escogido tenga «un poco de los gustos de cada una» para que sea orgánico y agradable para todas las partes, que se sentirán reconocidas y acogidas, no invitadas externas.

Asumir que una madre es también una persona y tratarla como tal es un buen indicativo de avance en la vida. Cuesta acostumbrarse, porque reconocer su humanidad y su vulnerabilidad multiplica nuestra necesidad de autosuficiencia, pero vale la pena. Los años pasan y los roles cambian. Una madre puede ser cada vez menos madre y cada vez más amiga.