• En la cabecera de esta columna podéis observar en su esplendor (su ‘prime’, en la boba jerga actual) a Ingrid Bergman, actriz sueca con tres Óscar bajo el brazo y la cuarta estrella más importante de la historia del cine según el American Film Institute. Esto lo puede constatar cualquiera que vea Casablanca, Recuerda, Stromboli o Viaggio in Italia. Se queda uno hipnotizado ante esa mirada llorosa, esa piel como si se hubiera tragado una bombilla, esos silencios atormentados, la contención expresiva. Pero yo venía a contaros una historia que resume muy bien el enamoramiento treintañero. Bergman era una gran admiradora del cine de Roberto Rossellini, y a través de él conectó con el autor de un modo especial. Esto os habrá pasado: una se encapricha de la obra de alguien y se inflama de deseo (luego vienen las decepciones, porque el creador suele ser un pesado que vive en pantuflas, habla solo de él mismo y tiene la casa hecha un cristo). Pero me he ido por las ramas: Ingrid —ya una actriz famosa entonces, tenía 34 años— escribió un verano de 1947 una encendida carta admirativa a Rossellini. No la envió inmediatamente, quizá intuyendo lo que pasaría (ambos estaban casados). El caso es que la breve epístola acabó llegando en 1948 a los estudios Minerva de Roma. Llegó, estas cosas suceden, el día del cumpleaños del cineasta. No tardó ni dos minutos en enviar un telegrama de vuelta: “Could you possibly come to Europe? When?”. Ya está, ya la hemos liado. La iglesia católica y el Senado de Estados Unidos condenaron a Bergman (curiosamente, a él no) pero la pareja tiró p’alante, se casó y tuvo tres hijos. Moraleja: nada puede parar un estival corazón treintañero enamorado.
  • La década de los treinta años es una de las más azarosas en la vida de una mujer. Puede andar una ya por el segundo divorcio, como Zsa Zsa Gabor, o no haber tenido aún ni una sola relación larga. Puede estar estudiando o llevar trabajando una década. Puede ser madre o explorar una libertad cuasi adolescente. Sus padres pueden ser ya mayores y dependientes, o tener sesenta años e ir a crossfit. Todas las opciones son igual de desconcertantes para quien las vive. Es decir: durante los treinta uno improvisa, avanza a trompicones y hace lo que puede. Fue mi década más confusa, y creo que también en la que he sido más insoportable.
  • El verano de mis treinta y cinco me pilló con un novio muy guapo, trabajador, un poco caradura (como yo también tenía mucha jeta la cosa quedaba equilibrada). Una relación divertida y sin problemas que sentaba muy bien al ánimo. Apenas tenemos fotos juntos, estábamos ocupados pasándolo bien.
  • Como con treinta nadie tiene un duro (y el espejismo de joven promesa se desvanece) es habitual trabajar los veranos, como freelance o en lo que salga para ganarse unas perras. Son labores a veces sin alma, crueles, que al llegar a casa piden entretenimiento de encefalograma plano. Una combinación letal para el espíritu.
  • Siguiendo con la jerga actual, podría decirse que los treinta son performativos: actúas como si, pero no te lo crees. Llevas a cabo lo que crees que se espera de ti sin estar convencido de ello, pensando que sacarás algo a cambio (seguidores de IG, una pareja, un buen trabajo, estatus social). Siempre sale mal. La creencia popular es que la década de más inseguridad emocional son los veinte, pero yo creo que son los treinta. Es el momento de las grandes preguntas.
  • Los treinta son también la década de la guapura, de encontrar un estilo propio coherente emancipado de tendencias y chorradas. En esos años una decide por primera vez si una pasará por el aro de los retoques estéticos. Yo los veo como una claudicación, un declaración pública de miedo (“tengo pánico a envejecer”). A muchas personas les ayuda a sentirse mejor, pero esos supuestos progresos parecen un parche a una fuga de agua psicológica que después saldrá por otra parte. Estamos empezando a ver la evolución de los resultados estéticos hechos en el siglo XXI, y hay poquísimos que se salven.
  • En el verano de los veinte se quiere juerga, ruido, se quiere ser visto. Los treinta son la puerta de entrada a una palabra mágica: tranquilidad. Ya no quieres impresionar a nadie, solo descansar, un ánimo estable y estar con las personas que quieres. Es la huida definitiva del drama.